El Gobierno de México prometió que no habría nuevos impuestos. Lo repitió en conferencias, en discursos, en comunicados oficiales: “no se tocará el bolsillo de los ciudadanos”. Sin embargo, bastó que la Cámara de Diputados levantara la mano para que esa promesa se desplomara con estrépito. A partir del 1 de enero de 2026, el país amanecerá con un catálogo de aumentos, gravámenes y cobros adicionales que contradicen el discurso presidencial. Se trata del mayor ajuste tributario en una década, disfrazado de “reforma saludable” y “medida responsable”. En realidad, es un golpe fiscal orquestado con precisión quirúrgica.
El gobierno dice que los impuestos buscan desalentar el consumo de productos nocivos, pero en el fondo se trata de una recaudación desesperada. El fisco va por todo: desde los refrescos y sueros orales hasta los videojuegos y las apuestas digitales. Todo lo que deje un peso será exprimido. La narrativa moral de la salud pública es apenas un pretexto: lo que está en juego es financiar un presupuesto insostenible, cargado de subsidios clientelares y compromisos sociales que ya no se pueden cubrir sin endeudarse.
La contradicción es grotesca: mientras el Paquete Económico 2026 presume estabilidad y “finanzas responsables”, analistas advierten que el presupuesto es insuficiente para cumplir con el llamado “Plan México”. Por ejemplo, los ingresos presupuestarios serán apenas 22.5 % del PIB, un nivel que evidencia la fragilidad del esfuerzo recaudatorio. El gasto público anunciado llega a 10.1 billones de pesos, lo que revela que la base de ingresos no alcanza para cubrir los compromisos.
El Estado delega ya tres cuartas partes de sus recursos a rubros fijos: deuda, pensiones, transferencias a estados y municipios. El resto —lo que queda para salud, educación o infraestructura— es apenas una migaja. Y aun así, se venden discursos de que este es un presupuesto social y progresista.
La trampa está en las cifras. El gasto público crecerá, sí, pero lo hará con deuda y con nuevos impuestos. Los aumentos al Impuesto Especial sobre Producción y Servicios, las tarifas turísticas, las certificaciones sanitarias, los permisos migratorios y los cobros por servicios públicos se multiplican mientras los salarios reales continúan estancados. El costo de vivir en México sube mientras el ingreso se diluye.
Lo más alarmante es el doble discurso: por un lado, se presume sensibilidad social; por otro, se castiga al ciudadano con impuestos que no se atreven a llamar por su nombre. La palabra “ajuste” se evita con cuidado quirúrgico; en su lugar, se habla de “actualización”, “adecuación”, “reforma para el bienestar”.
Eufemismos para encubrir una simple verdad: se cobrará más y se devolverá menos.
El Paquete Económico 2026 no es una estrategia de desarrollo, es un plan de supervivencia política. Es el costo de un modelo que prefirió regalar antes que invertir, que expandió programas sociales sin prever su sostenibilidad, y que ahora busca desesperadamente fondos para sostener un sistema que se hunde bajo su propio peso.
El gran engaño fiscal ya está en marcha. Y lo más grave no son los nuevos impuestos, sino la mentira sistemática que los precede.
El Congreso aprobó con 351 votos a favor la reforma al IEPS. Detrás de la cifra técnica hay una verdad simple: se duplicará el impuesto a los refrescos, de 1.64 a 3.08 pesos por litro. Los sueros orales, esenciales para millones de familias durante la temporada de calor o enfermedad, también serán gravados. Lo mismo los cigarros, las apuestas, los videojuegos violentos y hasta las visitas a museos. La cultura, la salud, el ocio: todo lo que el ciudadano toca tendrá un costo mayor.
El argumento oficial es tan débil como arrogante. Se dice que los impuestos “buscan promover estilos de vida saludables” y “fortalecer la recaudación para programas sociales”. Pero en los hechos, se está exprimiendo al consumidor promedio, mientras las grandes corporaciones y los contratos públicos siguen blindados. Se castiga el consumo popular, pero no se tocan los privilegios fiscales de ciertos sectores.
Incluso dentro del Congreso, los propios diputados reconocieron el pacto político detrás de la medida. Se negoció con las refresqueras una reducción del impuesto para las bebidas light, mientras se duplicaba el de los refrescos comunes. Un doble estándar que premia a la industria mientras castiga al consumidor. Es un “pacto de élites” disfrazado de política de salud.
El Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO) y otros analistas lo advirtieron: el gobierno está desfondado y busca tapar el hoyo fiscal del país. Porque tres cuartas partes del presupuesto ya están comprometidas en deuda y pensiones. Apenas el 25 % queda para gobernar. Pero si los ingresos apenas alcanzan para cubrir una parte del gasto, ¿de dónde saldrá el resto?
Sí, los números importan. La propuesta de ingresos públicos es de 10.20 billones de pesos (22.5 % del PIB) para 2026. De esa suma, aproximadamente el 57% provendrá de impuestos. En paralelo, el déficit público previsto alcanza el 4.1 % del PIB, lo que se traduce en más de 1.4 billones de pesos que deberán cubrirse mediante deuda.
¿Y la deuda? El Estado mexicano proyecta que la deuda pública alcanzará el 52.3 % del PIB para 2026, con más de 20 billones de pesos acumulados. El proyecto no incluye muchas contingencias ocultas, lo cual significa que el margen de error es mínimo. Los ingresos no cubren, los gastos crecen y la deuda sube: la ecuación es explosiva.
El drama es aún más claro cuando se mira el gasto social. Mientras cada mexicano “aporte” indirectamente decenas de miles de pesos a la máquina fiscal, lo que se destina a salud, educación o infraestructura se queda atrás. Se promete mucho, se invierte poco. Las metas de inversión apenas cubren el 3.2 % del PIB, según analistas —un mínimo para detonar crecimiento real.
La situación del campo mexicano es el retrato del abandono. Millones de hectáreas han dejado de sembrarse, y el productor rural vive al borde de la quiebra. Las transferencias se estancan, los programas se repiten pero no crecen. Cuando el Estado carga todo el esfuerzo en recaudación, deja de impulsar producción.
El modelo productivo de México apenas avanza. Mientras tanto, el fisco se expande. Entre los nuevos impuestos que se integran están los de plataformas digitales, que incluyen una retención del 10.5 % a las ventas realizadas por vendedores en línea.
Se grava la economía digital sin ofrecer una contrapartida clara en crecimiento económico o empleo. Se controla, se cobra, se vigila.
Lo que sí crece —y mucho— es el gasto en certificaciones, permisos y cobros administrativos. Cada trámite será más caro. Cada inspección costará más. Desde los certificados fitosanitarios hasta los permisos turísticos, el gobierno encuentra nuevas maneras de convertir la burocracia en recaudación.
Pero lo verdaderamente grave es lo que no se dice: cada nuevo impuesto implica más vigilancia digital, más control de datos, más supervisión sobre las transacciones privadas. El fisco se cuela en cada compra en línea, en cada venta por plataforma, en cada transferencia bancaria. Hacienda no solo recauda: rastrea. Y ese rastreo es poder.
El ciudadano está siendo perfilado económicamente. Su consumo, sus hábitos, sus compras. Todo entra al algoritmo fiscal del Estado. Bajo el pretexto de “combatir la evasión”, se está construyendo una red de control que permitirá monitorear a cada contribuyente. Un panóptico digital con pretexto tributario.
El gobierno controla así el flujo del dinero y, con él, el flujo de la libertad. Porque quien domina la economía, domina el comportamiento.
Se premia lo que el Estado considera correcto —consumo “saludable”, gasto “útil”, actividades “culturales”— y se castiga lo demás. La fiscalidad como ingeniería social.
El nuevo presupuesto consolida el poder vertical: un Estado que decide, un Congreso que obedece y una ciudadanía que paga. Lo llaman “participación solidaria”, pero en los hechos es tributación coercitiva. No se consulta, se impone.
Mientras tanto, el país se endeuda como nunca. El déficit fiscal de 4.1 % del PIB marca un récord cercano al sexenio anterior. El gobierno, que prometió disciplina, ahora gasta más de lo que ingresa y recurre al crédito para financiar su gasto corriente. El círculo vicioso está de vuelta: más impuestos, más deuda, menos crecimiento.
Y aun con todo ello, el optimismo oficial persiste. Se habla de crecimiento económico de hasta 2.8 %, cuando todos los organismos internacionales estiman apenas 1.1 %. La realidad se ignora para sostener una narrativa triunfalista.
Los números son fríos, pero la consecuencia es humana: cada peso nuevo de impuesto lo pagará el ciudadano común. Los sueros que salvan vidas, los refrescos del día, los videojuegos del niño, la entrada al museo o al parque arqueológico… todo costará más.
No por una crisis externa, sino por una mala administración interna.
En el fondo, el Paquete Económico 2026 revela una cosa: el gobierno ya no gobierna con planeación, sino con urgencia. No recauda para invertir; recauda para sobrevivir. No planea el desarrollo; compra tiempo político. Es un presupuesto de contención, no de futuro.
El discurso de que “no habría nuevos impuestos” quedará como una de las grandes mentiras de este sexenio. No solo habrá nuevos gravámenes, sino que el Estado cobrará más por todo: por vivir, por consumir, por moverse, por existir. Se impone un modelo que castiga la productividad y premia la dependencia.
El presupuesto 2026 es el espejo de un gobierno agotado. Su política fiscal se basa en la ficción del bienestar: regalar hoy lo que otros pagarán mañana. Pero los números no mienten: el país se endeuda, la inversión cae y los servicios públicos se deterioran.
Los programas sociales, lejos de generar movilidad, se han convertido en muros de contención electoral. El gasto público ya no combate la pobreza; la administra. Y los impuestos nuevos no son más que el precio que la ciudadanía paga por el populismo de los años anteriores.
El Plan México, anunciado como la gran ruta de desarrollo nacional, nació con un presupuesto mutilado. La infraestructura carece de recursos, la energía de inversiones, el agua de planeación. Y mientras tanto, el gobierno insiste en culpar al pasado, a las empresas, a la prensa, a todos menos a sí mismo.
La economía mexicana enfrenta 2026 con un doble filo: más impuestos y menos inversión. Más gasto corriente y menos obra pública. Más discurso social y menos resultados. Es el camino perfecto hacia la parálisis.
La recaudación estimada de 10.20 billones de pesos, el déficit de 4.1 % del PIB, la deuda que se acerca al 52.3 % del PIB: esas no son cifras que inspiren confianza, son señales de alarma. Un indicio claro de que el gobierno financia su supervivencia con el bolsillo ciudadano.
En el México del “no habrá nuevos impuestos”, cada recibo, cada factura, cada boleto de entrada demostrará lo contrario. El Estado se ha convertido en el cobrador más eficiente de su propia ineficiencia. Y el ciudadano, una vez más, pagará la factura del engaño.
Porque cuando los gobiernos gobiernan para recaudar, dejan de gobernar para servir. Y cuando la política se convierte en contabilidad, lo que se pierde no es el dinero: es la dignidad.
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