Francisco Cabral Bravo
Con solidaridad y respeto a Rocío Nahle García y Ricardo Ahued
Bardahuil
No puedo sino iniciar esta columna y aprovechar este espacio para reconocer que, en un mundo interconectado hasta niveles sin precedentes, donde las fronteras parecen difuminarse en el flujo constante de información, personas y bienes, la paz y la concordia entre las naciones dejan de ser meras, aspiraciones idealistas para convertirse en la urdimbre fundamental, el tejido indispensable, sobre el que se construye el futuro de la humanidad. Su importancia trasciende lo moral y se ancla en la supervivencia, el progreso y la realización plena del potencial humano colectivo.
A pesar de que la humanidad está obstinada en progresos tecnológicos y financieros (son los encabezados principales, además de las agresiones y guerras), la paz es y seguirá la condición sine qua non para la vida misma y el desarrollo básico. La guerra, su antítesis, es un devorador catastrófico: devasta infraestructuras, aniquila vidas humanas (civiles en su mayoría), desplaza poblaciones enteras y envenena tierras y recursos para generaciones. Los conflictos armados desvían recursos colosales hacia la maquinaria bélica, perpetuando ciclos de pobreza y subdesarrollo. La paz, por tanto, no es sólo la ausencia de violencia, es el espacio vital donde las sociedades respiran, se construyen y proyectan. La concordia, como estado de entendimiento y cooperación activa, fortalece este espacio, permitiendo abordar desafíos compartidos.
La paz y la concordia son los cimientos del progreso humano y la prosperidad compartida. La estabilidad política y la confianza mutua son el caldo de cultivo esencial para la cooperación internacional. Sólo en un clima de paz pueden florecer plenamente el comercio justo, la inversión productiva, la transferencia de conocimiento y la colaboración científica.
Grandes avances en medicina, tecnología o lucha contra el cambio climático, como el CERN, la Estación Espacial Internacional o el Acuerdo de París, son frutos directos de la colaboración pacífica entre naciones.
La concordia facilita la creación de marcos legales internacionales, la protección de los derechos humanos universales y la gestión conjunta de bienes comunes globales. Además, interdependencia global magnífica la necesidad de paz y concordia.
Los desafíos del siglo XXI son inherentemente transnacionales pandemias, cambio climático, ciberseguridad, crisis financieras, terrorismo.
La discordia, el aislacionismo o la desconfianza paralizan la acción colectiva necesaria, con consecuencias potencialmente catastróficas para todos. La concordia se convierte así en un imperativo de supervivencia colectiva frente a amenazas que no conocen fronteras.
Sin embargo, lograr y mantener la paz y la concordia no es tarea fácil. Exige un compromiso constante, un diálogo paciente y la construcción de instituciones sólidas. Requiere vencer la desconfianza histórica, abordar las causas profundas de los conflictos, promover el respeto a la diversidad cultural y fomentar una cultura de diálogo y resolución pacífica de controversias a través del derecho internacional y organismos multilaterales eficaces.
La diplomacia preventiva, el desarme, la promoción de la justicia social global y la educación para la paz son herramientas esenciales en esta construcción perpetua. La importancia de la paz y la concordia entre las naciones no puede ser subestimada. Son mucho más que ideales nobles, son la infraestructura esencial para la existencia digna, el progreso sostenible y la supervivencia misma de la humanidad en un planeta compartido y amenazado.
En un mundo de desafíos globales interconectados, la discordia es un lujo suicida que ninguna nación puede permitirse. Fomentar la paz activa, basada en la justicia, el diálogo y la cooperación, y cultivar la concordia como principio rector de las relaciones internacionales no es sólo un deber ético, sino la única estrategia racional para tejer un futuro donde la humanidad, en su diversidad, pueda florecer.
“No hay camino para la paz, la paz es el camino”, Mahatma Gandhi. la paz no es el silencio de las armas, sino la sinfonía armoniosa de naciones colaborando en la gran obra común de construir un mundo mejor para todos. Esa sinfonía es nuestra única esperanza y nuestro mayor desafío. Ahora bien, existe una urgencia, un apremio fundamental para poder lograr esa paz en nuestro planeta y la cual está marcada por esa velocidad vertiginosa, la hiperconexión digital, La incertidumbre global y una cacofonía constante de demandas externas.
Es urgente apremio es el de encontrar la paz espiritual en lo individual, la cual se erige no como un lujo contemplativo, sino como una urgencia existencial fundamental, debiendo ser un compromiso prioritario de cada ser.
En otro orden de ideas durante décadas, el mundo pareció convencido de que todo era posible. El progreso científico, el desarrollo tecnológico y las promesas del transhumanismo nos hicieron creer que podríamos dominar la realidad, moldear la humanidad a voluntad y diseñar un futuro sin límites. Sin embargo, en los últimos años, esa ilusión de control ha dado paso a una conciencia aguda, y muchas veces paralizante, de nuestra vulnerabilidad.
Lo que antes se enfrentaba con entereza, hoy a menudo se evita, se delega o se silencia. Y no porque seamos más frágiles por naturaleza, sino porque la voluntad se ha debilitado. Vulnerabilidad y debilidad no son lo mismo, pero pueden alimentarse mutuamente. La primera es inevitable, la segunda evitable. Y cuando la voluntad se debilita, la vulnerabilidad se convierte en fragilidad. Se confunde proteger con anular, cuidar con impedir crecer.
Tres son los principales síntomas de esta fragilidad: la sobreprotección, la crisis de resiliencia y las adicciones. A eso se suma una profunda crisis de resiliencia. Vivimos tiempos de hipersensibilidad emocional, donde se prioriza la emoción inmediata por encima del proceso reflexivo.
Y mientras más espacio se da a la reacción emocional, menos se cultiva la inteligencia emocional. Así, la frustración se vuelve insoportable, el error intolerable, el fracaso inasumible. Y en lugar de hacernos más conscientes, nos lleva a buscar evasiones dañinas, mecanismos de fuga, consumos compulsivos y adicciones. La voluntad deja de ser una aliada y se convierte en una fuerza ausente.
¿Y qué podemos hacer? Educar la voluntad. Volver a hablar de ella, volver a ejecutarla. Como cualquier musculo, la voluntad crece con el uso constante. No se trata de heroicidades puntuales, sino de pequeñas decisiones cotidianas. De actos repetidos que, con el tiempo, se convierten en hábitos y cuando el hábito es bueno, se convierte en virtud.
En esta tarea, los educadores y padres tienen un papel insustituible. Porque el hábito se forma con paciencia y firmeza, más allá del cansancio.
La educación de la voluntad es quizás una de las tareas más urgentes de nuestro tiempo. Porque sin voluntad, no hay libertad. Sin libertad no hay vida lograda. No es rigidez: es dignidad activa. Es esa fuerza silenciosa que nos permite responder a lo que vale la pena, incluso cuando cuesta.
Y quizás por eso, educar la voluntad es también una forma de transformar. Es sumar a quienes no se conforman con sobrevivir al mundo, sino que aprenden a cambiarlo desde dentro.
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