La política comercial de Estados Unidos, en especial en lo que concierne a la imposición y negociación de aranceles, ha sido históricamente utilizada como una herramienta para la protección de la industria nacional. Sin embargo, en las últimas décadas, este instrumento ha adoptado una dimensión geopolítica más compleja, en la que los aranceles no sólo sirven como mecanismo de presión comercial, sino también como una vía indirecta para financiar la proyección global de poder estadounidense. Bajo esta lógica, aceptar los aranceles estadounidenses se convierte, para muchos países aliados, en un modo de contribuir económicamente al sistema de defensa y seguridad internacional sostenido en gran parte por Washington.
La urgencia para resolver el déficit comercial americano, es un objetivo secundario de esta política de aranceles. El Presidente Trump tiene razones particulares para que los convenios arancelarios se resuelvan a la brevedad, y sin que los países afectados utilicen la política de aranceles recíprocos. El recién aprobado cambio en la legislación fiscal americana, reduce los impuestos a una mayoría de la población, con un fin político-electoral, así que la única opción para contrarrestar el incremento en el déficit presupuestal es el incremento de impuestos a las importaciones, que pagarán tanto los consumidores estadounidenses como las empresas proveedoras de dichos bienes y servicios.
La devaluación del dólar ha elevado el precio de las importaciones dentro de Estados Unidos en aproximadamente un 12%, lo que en si mismo, ya es un estímulo para la inversión dentro de ese país. Por lo tanto, los países que participan del mercado americano, tendrán que compensar en parte esos aranceles con una mejora en la productividad de sus propias empresas o una reducción en las utilidades de las mismas, pues un arancel del 15% en promedio sumado al porcentaje de devaluación implica un aumento de precios del orden del 27% para el consumidor estadounidense, lo cual dejaría a muchas empresas de otros países fuera de ese mercado. Por ello, habrá un ligero repunte en los precios al consumidor en los bienes importados, una reducción del precio de venta por parte de los exportadores, de tal manera que el mercado tendrá que adaptarse a su nueva realidad, incluso con excepciones puntuales, negociadas por cada país y/o empresa en particular.
Desde la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ha asumido el papel de garante de la seguridad internacional, especialmente para sus aliados en Europa, Asia y Oceanía. Este compromiso se ha materializado en la forma de bases militares, tratados de defensa mutua y ejercicios conjuntos que requieren de una inversión significativa del erario público estadounidense. Ejemplos como la OTAN en Europa, el pacto de seguridad con Japón y Corea del Sur en Asia, y los acuerdos estratégicos con Australia en Oceanía, evidencian la magnitud del gasto necesario para mantener un orden internacional basado en normas favorables a las democracias liberales.
Este modelo de protección ha permitido que muchos países dediquen una proporción menor de sus presupuestos nacionales a defensa, bajo el supuesto de que el respaldo militar estadounidense será suficiente para disuadir amenazas existenciales. Sin embargo, este desequilibrio en el gasto genera tensiones en el seno del sistema internacional, en donde
Estados Unidos busca compensaciones que no necesariamente se expresan en términos militares, sino económicos.
La imposición de aranceles —o su exención estratégica— se convierte en una herramienta útil para equilibrar estas cargas. Bajo esta óptica, cuando un país aliado acepta un arancel estadounidense sin represalia, no sólo está cediendo en lo comercial, sino que está contribuyendo indirectamente a financiar el gasto en defensa global que garantiza su propia seguridad. Este razonamiento puede aplicarse, por ejemplo, a los países europeos que, aunque socios comerciales relevantes de Estados Unidos, han enfrentado tensiones arancelarias en sectores como el acero, el aluminio y los productos agrícolas.
El mensaje implícito es claro: si Estados Unidos va a asumir la protección de sus aliados —en forma de escudos antimisiles, flotas navales o presencia militar continua— esos aliados deben aceptar cierta reciprocidad económica. No se trata exclusivamente de comercio, sino de una arquitectura de poder que requiere sostenibilidad financiera, y en ese marco los aranceles actúan como peaje geoestratégico.
Esta lógica, aunque funcional desde una perspectiva estadounidense, no está exenta de riesgos. Algunos países podrían percibir los aranceles como medidas coercitivas que alteran los equilibrios de poder comercial y erosionan los principios del libre mercado. Además, en un mundo cada vez más multipolar, el uso de los aranceles como herramienta geopolítica puede empujar a ciertos actores a buscar alternativas en bloques emergentes como el BRICS, desdibujando así el liderazgo estadounidense.
Sin embargo, es innegable que, en la visión estratégica de Washington, los aranceles no son simples instrumentos fiscales: son parte de un engranaje mayor que articula la política exterior, la seguridad internacional y la economía. Al aceptar los aranceles, los países aliados no sólo están pagando más por bienes; están comprando estabilidad, respaldo militar y pertenencia a un orden internacional liderado por Estados Unidos.
En cada negociación se valoran aspectos diferentes, por ejemplo, con la Unión Europea, Estados Unidos presiona constantemente con incrementar el gasto de defensa hasta un 5% del PIB de cada país miembro de la OTAN. Presiona también para que ese gasto se realice adquiriendo armamento estadounidense con el pretexto de unificar logística y estrategia militar de la alianza. Europa ha gozado desde la segunda guerra mundial de paz y prosperidad gracias a la protección americana. Podrá negociar ese 5% o podrá negociar los aranceles, lo que le convenga más, pero no podrá negociar ambos. Y tendrá que ceder para beneficio de todos. elbaldondecobian@gmail.com @jmcmex https://josecobian.blogspot.com/2025/07/blog-post_23.html |
|