De Veracruz al mundo
MOMENTO DE ACOTAR
Francisco Cabral Bravo
2025-12-02 / 16:08:55
La mentira contamina


Francisco Cabral Bravo

Con solidaridad y respeto a Rocío Nahle García y Ricardo Ahued Bardahuil



Liderar es encontrar el equilibrio, entré lo que te mueve por dentro y lo que te guía por fuera. Gandhi vence sin disparar y Patton gana porque anticipa. Dos líderes, dos caminos: la ética como brújula y la estrategia como mapa. El verdadero liderazgo no consiste en mandar, sino en comprender, en pensar antes de actuar, en sentir antes de decidir.

Hay una escena inolvidable en Gandhi (1982), la película de Richard Attenborough, en la que Mahatma, flaco, sereno, descalzo, camina hacia el mar acompañado por miles de indios. No hay armas, no hay gritos, no hay violencia. Sólo la firmeza de un propósito: hacer sal.

El imperio británico, en su lógica absurda había impuesto un gravamen a la sal, un producto básico de subsistencia. Gandhi decide desafiar esa injusticia con una acción simple y simbólica recoger sal del mar. Ese gesto encendió un movimiento. La multitud lo siguió, el mundo lo observó, la autoridad moral desarmo a la autoridad política.

Esa caminata no fue improvisada: fue una estrategia. Planeada, pensada, ejecutada con inteligencia emocional y convicción espiritual. Gandhi entendía que el liderazgo no se impone, se inspira.

Un líder sin propósito se convierte en un gerente del momento; un líder sin inteligencia y termina siendo un idealista ineficaz. El arte está en equilibrar la brújula, que marca el norte del propósito, y el mapa, que traza el camino de la estrategia.

Por eso, los grandes líderes no sólo preguntan qué hay que hacer, sino por qué y para qué. Entran para ganar batallas, sí, pero también para dar sentido a lo que hacen. En tiempos de cambio, cuando las certezas se evaporan y las jerarquías se diluyen, el liderazgo vuelve a su esencia: orientar, inspirar y anticipar.

Hoy el mundo necesita líderes que lo lean como Patton y actúen con la conciencia de Gandhi. Líderes capaces de pensar estratégicamente y sentir humanamente. Quizás por eso, los verdaderos líderes son más lectores que gritones y más reflexivos que impulsivos.

En otro contexto hace unas semanas leía yo a Juan Villoro en su excelente columna del Reforma. Su artículo se titulaba La locura del diamante y me llamó mucho la atención una frase que utilizó en su texto “había perdido con su propia luz” (Lope de Vega).

En un mundo que a menudo premia la imitación, la adaptación y la conformidad, la idea de “arder con tu propia luz” se erige como un acto de profunda rebeldía y autenticidad.

No se trata de un simple eslogan de autoayuda, sino de una filosofía de vida que invita a encender la chispa interior que nos define, a alimentar nuestra singularidad y a iluminar el camino no con la antorcha prestada de otros, sino con el fuego que nace de nuestro propio ser.

Este concepto, poético en su formulación, es paradigmático en su exigencia requiere introspección, valor para enfrentar la oscuridad propia y la fortaleza para brillar, incluso cuando ese brillo desafía la norma.

La primera y más crucial batalla para arder con luz propia se libra en el interior. Vivimos en una era de ruido constante, donde las expectativas sociales, los mandatos familiares y el zumbido digital crean un eco ensordecedor que ahoga la voz interna.

Antes de poder irradiar hacia afuera, debemos aprender a escucharnos dentro. Este proceso de introspección, de preguntarnos qué nos apasiona, qué valores nos definen y qué huella deseamos dejar, es el combustible necesario para encender nuestra llama.

Figuras históricas como Virginia Woolf, con su prosa introspectiva y su desafío a las convenciones literarias y sociales, o Vincent van Gogh, cuyo pincel ardía con una visión única e incomprendida en su tiempo, no siguieron un manual de éxito. Ellos excavaron en su dolor, su genialidad y su percepción única del mundo para encontrar una luz tan potente que, con el tiempo, iluminó a generaciones enteras.

Sin embargo, perder con luz propia implica, inevitablemente, aceptar el riesgo de ser visible. La luz atrae tanto a polillas como a críticos. Brillar auténticamente puede generar incomprensión, envidia o incluso rechazo. La presión social para pagarse, para atenuar el brillo y fundirse en la penumbra gris de lo común, es poderosa. Es aquí donde el acto de arder se convierte en un acto de valentía. Es la decisión consciente de preferir la autenticidad radiante al confort de la invisibilidad.

La artista Frida Kahlo no sólo pintó su dolor físico y emocional, sino que transformó el arte crudo y vibrante. Ardió con la intensidad de sus experiencias y aunque su luz surgió de la tormenta, se negó a que la apagaran, desafiando toda norma estética y social de su época. Su luz era áspera, personal e inconfundiblemente suya. Arder con tu propia luz trasciende el mero individualismo.

No es un acto narcisista de brillar para cegar a los demás sino de iluminar para guiar. Una luz auténtica tiene un poder catalizador, muestra a otros que es posible ser diferente, que hay un valor en la singularidad. Funciona como un faro que, sin imponer una ruta, revela que existen otros caminos. En ese sentido, la luz personal se convierte en un legado.

En tiempos donde se repite hasta el cansancio que hay que amarse a uno mismo, conviene detenernos y preguntarnos qué significa realmente ese amor. ¿Es aceptación ciega? ¿Es complacencia narcisista? ¿Es un antídoto frente a toda exigencia? Lo que hoy se promueve como amor propio muchas veces oculta un individualismo disfrazado de autoafirmación que no reconoce límites, no acepta heridas ni dialoga con la verdad del propio ser.

Y, sin embargo, si necesitamos amarnos. Pero amarnos bien. Con verdad. Con lucidez. Con hondura. Porque sólo quien se acepta tal como es, con su historia, con su biografía y sus cicatrices, puede entregarse de verdad. Sólo quien ha hecho las paces consigo mismo puede mirar al otro sin necesidad de imponerse ni de huir.

La salud mental, tan frágil hoy, se vincula estrechamente con esta pregunta por la identidad.

Muchos de los malestares que atraviesan a la persona nacen de su intento por ser otro. Por transformarse según modelos externos. Por negar lo que se es. Por pretender una autenticidad basada en el rechazo de la propia raíz. Pero ese intento, en el fondo, resulta violento. Porque cuando nos desvinculamos de lo que somos, también nos de desarraigamos de aquello que nos permite crecer la verdad.

Víctor Frankl, siquiatra y filósofo, sobreviviente de Auschwitz, escribió en su obra El hombre en busca de sentido “Cuanto más se olvida el hombre de sí mismo, al entregarse a una causa o amar a otra persona, más humano es y más se realiza a sí mismo”. Esta frase, que podría parecer paradójica, encierra una clave esencial: el yo sólo se encuentra cuando deja de centrarse en sí. Pero no se trata de anularse ni de negarse, sino de salir del ensimismamiento para encontrarse en la entrega. Y ese proceso exige antes una aceptación profunda de lo que uno es.

Aceptar no es conformarse. Aceptar es partir de la realidad. Es reconocer con serenidad los propios límites y también las propias posibilidades.

Es reconciliarse con la propia historia, con sus luces y sombras, para dejar de cargarla como peso y poder ofrecerla como don. No se trata de un romanticismo ingenuo, sino de una antropología realista.

La crisis de identidad que vivimos es también una crisis de verdad. Buscamos definirnos por lo que hacemos, por lo que poseemos, por cómo nos proyectamos, por lo que aparentamos. Pero la identidad personal no se construye como un proyecto de marca.

No somos un producto en desarrollo. Somos personas, es decir, realidades únicas, irrepetibles, abiertas al otro.

Nuestra cultura, centrada en la visibilidad, ha distorsionado la mirada que tenemos sobre nosotros mismos. Nos miramos desde fuera. Desde las redes.

Para finalizar hay silencios que pesan más que cualquier grito, que duelen, enojan y se clavan en la conciencia colectiva y que, al paso de los años, terminan por convertirse en cómplices involuntarios o convenientes, de tragedias que nos desbordan.

Por eso, el encuentro reciente de la Arquidiócesis Primada de México con las familias buscadoras no puede pasar inadvertido. Por primera vez, la Iglesia católica pidió perdón a los padres y madres buscadoras por haber callado demasiado tiempo.

Hay un peso moral incalculable en la palabra perdón, y su resonancia se vuelve estruendosa cuando proviene de una institución que ha guardado silencio por demasiado tiempo frente a una de las tragedias más lacerantes de nuestra era las desapariciones.

La jerarquía católica se mantuvo lejos, casi ausente, mientras miles de familias caminaban solas, entre fosas, expedientes empolvados y autoridades indiferentes.

“Nos habían negado hasta las misas”, le dijo don Gustavo Hernández al periodista Pascal Beltrán del Río, en su entrevista radiofónica, en la Primera Emisión de Imagen Radiofónica. Y se los reveló sin rencor, pero con la fuerza de quien carga una verdad dolorosa. “No somos partido de oposición, nuestra palabra profética debe estar al servicio de la verdad y la justicia, más allá de las agendas partidistas, no caigamos en la tentación de ser cómplices silenciosos de situaciones que tocan la dignidad humana” admitió Francisco Javier Acero Pérez obispo auxiliar de México. Pero cuestionar es obligado. ¿Por qué ahora? ¿Antes no les importó?



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