Francisco Cabral Bravo
Con solidaridad y respeto a Rocío Nahle García y Ricardo Ahued Bardahuil
Hay una nueva causa por la que las emociones negativas entre la población mundial han ido alcanzando niveles más altos cada año.
La encuestadora Gallup comenzó en 2006 a rastrear los motivos de felicidad e infelicidad en 140 países acerca de las satisfacciones e insatisfacciones en sus vidas.
Pobreza, comunidades divididas o enfrentadas, hambre, soledad y tener un trabajo rutinario son las causas más comunes de emociones negativas, como preocupaciones, nerviosismo, dolores físicos, tristeza y enojo que padece entre el 39 y el 22 por ciento de la población mundial.
Pero estamos ante una nueva causa de infelicidad que la humanidad no había conocido. Esa nueva enfermedad es la tiranía del mérito, uno de los temas que analizan con inteligencia y sensibilidad Thomas Piketty y Michael J. Sandel en un fascinante diálogo, cuya transcripción se publica en el libro Igualdad, ¿qué es y por qué importa?
Lectura muy recomendable para quienes piensan que el mayor de los problemas de México es la pobreza de más de la mitad de la población, y no las desigualdades que se originan y reproduce en el poder económico y político de los sectores encumbrados de la sociedad.
En ese libro, Piketty y Sandel afrontan las profundas divisiones que causan la desigualdad, riqueza, el mal uso del poder público y la manera en que quienes concentran riqueza y poder justifican su estatus; su marco de referencia es Europa y Estados Unidos.
Los extremos de concentración de poder a los que se ha llegado en esas latitudes hacen que cualquier planteamiento encaminado a lograr una mayor igualdad y justicia sociales implique, dicen los autores, un profundo conflicto social y lucha política sin cuartel.
La tiranía del mérito considera Sandel en un diálogo con Piketty, es, junto con la globalización y la financiarización, “el tercer pilar de la era neoliberal”.
Un pilar de orden mercantil y otro financiero, que son inclusive medibles, necesitan del tercero, intangible, de (des) valorización ética.
En su diálogo, Piketty y Sandel, francés el primero estadounidense el segundo, destacan que, durante el periodo neoliberal, desde los años 80 del siglo pasado hasta la actualidad, la fractura entre ganadores y perdedores no ha hecho más que ahondarse “lo que está envenenando nuestra política y separándonos”.
Pero no se trata solo de esas diferencias en riqueza e ingresos, hay un cambio de actitudes ante el éxito, un cambio que ha acompañado a ese aumento de desigualdades, consistente en que las élites se han convencido de que su éxito es obra suya, propia de sus méritos y que, por consiguiente, se merecen la abundancia con la que el mercado les ha favorecido.
Entender así el éxito sería válido si se cumpliera el principio meritocrático de que todos tuvieran, verdaderamente, las mismas oportunidades; en esa condición irreal, los ganadores se merecían todo lo que recibieran.
La realidad en los hechos en que “la meritocracia colectiva, la arrogancia entre los ganadores y la humillación entre quienes se quedan atrás, a quienes se les repite, para convencerlos, de su fracaso, que sus problemas son culpa suya y de nadie más”.
En esos regímenes del pasado, la gente no trataba de hacer creer a nadie que los pobres se merecían su pobreza y que los ricos se merecían su riqueza. Esto es exclusivo del régimen de desigualdad actual.
En otro contexto cuando hablamos de “centro político” muchos imaginan un espacio equidistante entre izquierda y derecha. Y eso no ayuda. El centro político históricamente se definió como el lugar del “volante mediano” en una dimensión ideológica. Hoy la política no cabe en una sola línea.
Por eso el centro debe mirarse como un espacio distinto: un lugar de convergencia. En cambio, la polarización es un atajo: ordena identidades, de control de la agenda con enemigos útiles y justifica “ajustes técnicos” que permiten la concentración de poder. Es más barato gobernar con tribus que por desempeño.
Es obvio que México no es ajeno a esta trampa, la polarización sigue siendo un activo: alinea a los propios, confunde la crítica razonable y descoloca a las oposiciones.
Sí a eso sumamos desigualdades persistentes, la promesa de “proteger a los nuestros” siempre rinde. ¿Y las oposiciones?
El tono “sin filtro” de Ricardo Salinas es buen ejemplo de la resistencia a apostar por el centro. Sus declaraciones tienen tracción mediática y, a veces, utilidad para denunciar excesos.
La literatura y la experiencia sugieren que no estamos tan lejos como creemos y que el centro reaparece cuando alguien traduce políticas e impactos cotidianos, reduce el costo o reputación al de cooperar con el otro y ancla la competencia en indicadores mediables.
La verdadera definición de nuestro tiempo no estriba en situarse a la izquierda o a la derecha, ni si se es liberal o conservador, lo importante es actuar a favor de la democracia o del autoritarismo.
No se trata de una cuestión académica, sino práctica. ¿Estás a favor de las prácticas democráticas o a favor de soluciones autoritarias?
Ser demócrata es estar a favor de elecciones libres. Un demócrata favorece la transparencia para evitar que el gobierno abuse de su poder. Un demócrata se opone a que los medios de comunicación del Estado pierdan su neutralidad.
“Polvo somos y en polvo nos convertiremos”, pero mientras tanto la sangre, ese río que conecta el corazón con el pensamiento, las ideas con los sentimientos, sigue siendo el motor de las pasiones y las elecciones humanas.
La sangre, pero sobre todo, la voluntad y el instinto personal son imanes poderosos. Definen a quién seguimos, quién nos convence o quién no le conviene. Y hoy, más que nunca, México necesita preguntarse quién es.
¿A qué órbita pertenece y a qué mundo quiere unirse? ¿Será posible que el expresidente Luis Echeverría, con su idea de liderar el movimiento de los países no alineados hubiera visto algo que nosotros no? ¿Qué anticipará un papel singular para México, ni subordinado ni aislado, sino puente entre potencias?
En este momento, el planeta vive la mayor polarización de su historia reciente, quizás la más intensa desde las guerras entre Atenas y Esparta. Sin embargo, nosotros seguimos invocando una falsa neutralidad, como si nos apegamos estrictamente, aunque falsamente, a la llamada “doctrina Estrada” al no tener postura o injerencia en asuntos ajenos, cuando en realidad nunca ha sido así.
Nos comportamos como si fuéramos, al estilo de la vieja India un planeta desconocido dentro del universo global. Ya no somos, salvo por geografía o voluntad divina, parte de Norteamérica. Y, sin embargo, tampoco pertenecemos a ningún otro bloque. Nos levantamos el cuello cada vez que vemos hacia afuera, olvidándonos que la verdadera urgencia está en casa.
¿Somos un país de subsidios o un país de desarrollo? Esa es la pregunta central. Nos definimos más por lo que negamos que por lo que somos.
México no puede aspirar a reproducir la miseria disfrazada de soberanía. Lo que el país necesita no es una ideología cerrada ni una dependencia disfrazada de dignidad, sino la posibilidad real de construir desarrollo, bienestar y libertad. Una nación en paz que no se divida por el odio ni por el resentimiento, que no viva de subsidios sino de oportunidades.
En cualquier caso, la pregunta que atraviesa toda la historia humana sigue siendo la misma: ¿quiénes somos y hacia dónde vamos? No es una cuestión filosófica: es una necesidad práctica.
Para finalizar educar en tiempos oceánicos exige una actitud distinta, más que esquemas cerrados o soluciones rápidas, se trata de generar espacios donde la inteligencia humana pueda desplegar su capacidad de comprender, discernir, imaginar y actuar.
Si algo define a la educación de verdad, eso apuesta por lo esencial, por formar la inteligencia, cuidar la libertad, despertar la responsabilidad.
La IA es ambivalente. Puedes potenciar nuestras o sustituirlas, pueden ampliar nuestras posibilidades o atrofiar nuestras decisiones. Por eso, educar no puede reducirse a enseñar a usar herramientas. Se trata, antes que nada, de formar personas que sepan quiénes son, qué quieren y hacia dónde van, incluso cuando el entorno parece inestable. ¿Seguirán pensando nuestros alumnos si tienen a su disposición respuestas bien redactadas en segundos? ¿Qué sentido tiene la memoria, la redacción y el esfuerzo personal frente a una máquina que lo hace “mejor”?
Porque si educar es sólo transmitir datos o hacer exámenes, la IA tiene ventaja. Pero si educar es formar el pensamiento, encender el deseo de verdad, cultivar la interioridad, alentar la búsqueda, entonces los humanos seguimos siendo insustituibles.
Hoy más que nunca, la universidad debe ser memoria lúcida del saber y taller activo de discernimiento. Un espacio donde la inteligencia se a fine y la persona florezca.
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