Francisco Cabral Bravo
Con solidaridad y respeto a Rocío Nahle García y Ricardo Ahued Bardahuil
¿Podrías decirme, por favor, qué camino debo seguir para salir de aquí? (Pregunta Alicia).
Esto depende en gran parte del sitio al que quieras llegar (Gato Cheshire).
No me importa mucho el sitio (Alicia).
Entonces tampoco importa mucho el camino que tomes (Gato Cheshire) (“Lewis Carroll”).
Me vino a la cabeza esta cita de Alicia en el país de las maravillas al pensar que pretender transformar al país con una brújula rota hecha de retazos y parches ad hoc es, en realidad, no tener idea a dónde vamos.
Igual que Alicia corriendo presurosa quién sabe a dónde.
En otro contexto el científico que persigue una idea hereje por convicción, el maestro que inspira con su pasión genuina por el conocimiento, el activista que lucha desde una verdad interior inquebrantable, todos arden con una luz que calienta e ilumina el espacio a su alrededor, invitando a otros a encender sus propias chispas.
En este mundo tan complejo que nos está tocando vivir, debemos regresar hacia lo básico y observar nuestro interior. La belleza no es imitar a nadie. Es conocerse a sí mismo y trabajar para que la luz que todos tenemos salga y comience a arder y a iluminar. En primera instancia nuestro propio camino. Después a nuestro alrededor.
El alma de México está quebrada. Lleva años ardiendo. Desgraciadamente, no por su propia luz. México arde de tristeza, de dolor, de mentiras.
Existe una combustión de las virtudes y el sentido común. Las han lanzado a la hoguera de las vanidades. La decencia se encuentra olvidada en nuestro país y, en general, en casi todo el planeta.
La oscuridad más terrible no es la que te rodea, si no la que te habita, y la luz más bella no es la que te ilumina, si no la que se asoma en tus ojos, desde el alma. Parar arder hay que aceptar la oscuridad. Los precipicios y las penumbras existenciales se nos aparecen a todos. Son parte de la vida misma. Un valiente no es aquel que no tiene miedos, sino aquel que los enfrenta y los vence. Sólo así podremos encender lo que al principio será una pequeña vela. Con el tiempo y el trabajo interno, buscar que se convierta en una antorcha.
En nuestra penumbra existencial, hay que amar la luz porque nos muestra el camino. De igual manera, hay que amar la oscuridad porque nos muestra las estrellas. Una vela ilumina toda una habitación. Es aquí donde cabe la pragmática y definitiva verdad de nuestra existencia. Somos seres que venimos con una temporalidad definida y finita a este planeta. Y, al término, uno de los temas fundamentales y cuestionamientos primordiales será. ¿Qué tanto hiciste para que tu propia luz ardiera?
Lo más impresionante de todo esto es que científicamente hablando, estamos hechos de luz. Nuestro cuerpo está compuesto por alrededor de 40 y 50 millones de células. Cada célula tiene un núcleo, cada núcleo contiene ADN. Cada hebra de ADN contiene carga electromagnética. Esa carga es luz codificada con memoria. No sólo ancestral, también divina y cósmica. El ADN no es sólo una unidad de almacenamiento. Es un receptor cuántico.
“Arder con tu propia luz” es la máxima expresión de una vida vivida con propósito y autenticidad. Es un viaje que comienza en la soledad de la introspección, se fortalece con el coraje de la vulnerabilidad y culmina en la generosidad de compartir ese fuego interior con el mundo.
No se trata de ser el más brillante, sino de ser el más genuino. En un universo vasto y, a veces, oscuro, nuestra mayor contribución no es replicar la luz que vemos, sino tener la audacia de prender la nuestra, por tenue que parezca al principio.
Cambiando de página debo confesarlo soy un lector de Mary Shelley, cuya lucidez literaria y filosófica siempre me ha gustado. Shelley escribió Frankenstein con el pulso de una vida marcada por el duelo, y quizá por eso, dos siglos después, su novela sigue latiendo con una intensidad que pocas obras conservan. Por eso, cuando supe que Guillermo del Toro retomaría la historia, quise mirar de nuevo aquello que creí haber comprendido. Y encontré para mi sorpresa, que su película es una de las más fieles no a la letra, sino al alma de la novela.
En 1816, Mary Shelley hizo algo funcional, creó la primera gran novela de la ciencia ficción moderna y al mismo tiempo, un tratado filosófico sobre la responsabilidad de traer algo o alguien al mundo. Tenía apenas 19 años cuando la escribió. Pero en esa juventud había ya una trayectoria de pérdidas que marcaron su visión sobre la vida y la muerte. Creció visitando la tumba de su madre, murió simbólicamente para su padre cuando éste la rechazó, y antes de cumplir los 20 había perdido a tres de sus cuatro hijos. No es casual que soñara que podía revivir al bebé que acababa de fallecer acercándolo al fuego. Frankenstein nace de ese vacío y por eso, había menos de monstruos que de abandono, menos de ciencia que de amor truncado.
Guillermo del Toro entiende esa herida. Por eso, su versión no pretende reproducir el texto con fidelidad literal, sino dialogar con el dolor que lo originó. Del Toro lo ha dicho, quería sentir lo mismo que Shelley cuando escribió. Y, se nota. Su Frankenstein es una conversación íntima entre dos artistas separados por dos siglos, pero unidos por una misma intuición que lo verdaderamente monstruoso no es la criatura, si no la incapacidad humana de hacerse responsable de aquello que engendra.
Desde la primera imagen Del Toro ilumina lo que siempre se ha contado entre sombras. Donde el cine clásico insistió en laboratorios húmedos, cuevas góticas y descargas eléctricas, él apuesta por una estética luminosa. Dan Laustsen, director de fotografía, firma los primeros instantes de la vida de la criatura con planos que se expanden, como si el mundo se abriera ante la posibilidad de lo nuevo.
Los colores, las texturas y los vestuarios bordean lo fantástico más que lo terrorífico. Del Toro parece decir que incluso aquello que tememos puede poseer la pureza de lo vivo.
El Víctor Frankenstein de esta versión no es un científico desbordado por la ambición, sino un hijo herido, un joven quebrado por la crueldad emocional de su padre, incapaz de amar porque nunca fue amado. Ese matiz es crucial. Shelley no escribió una historia sobre experimentos fallidos, sino sobre seres humanos que no saben cómo serlo. En la versión de Del Toro, la criatura tampoco es el monstruo torpe y temido de las adaptaciones clásicas.
Lo conmovedor de esta película es su compasión.
Del Toro tiene un talento singular para narrar los rotos sin cinismo. Sus criaturas nunca sólo son criaturas, siempre son preguntas. Preguntas sobre lo humano, sobre lo que consideramos digno y lo que descartamos.
Al terminar queda una sensación profunda la de haber asistido no a una historia de terror, sino a un rito de reconciliación. Una historia que habla del dolor y también de lo que se encuentra después: el perdón, la ternura y la posibilidad de volver a nombrar aquellos que amamos.
Ese es quizá, el verdadero mensaje de Frankenstein que no existe ciencia, avance o luz que puede suplir el anhelo humano más simple y profundo: ser amado y aprender a amar.
Para finalizar dicen que en México hasta los ateos son guadalupanos. Y es que, al caminar por las calles de cualquier ciudad en los primeros días de diciembre, se respira algo que trasciende el dogma católico. Huele a pólvora, a tamal y el cansancio, se escucha estruendo de los cohetones y se siente el frío seco del invierno que se avecina. El fenómeno de la Virgen de Guadalupe no es simplemente un evento religioso, es el código fuente de la identidad mexicana, el punto exacto donde la herida de la Conquista cicatrizó para dar paso al mestizaje. Pero ¿qué mueve a millones de personas a caminar hasta que los pies sangran? ¿Y por qué esa devoción parece tener mareas, subiendo y bajando según los latidos y los dolores de la nación?
El ciclo natural de la devoción tiene su epicentro, evidentemente, en el 12 de diciembre. Es el momento cumbre, la fiesta nacional no oficial donde millones que peregrinos inundan La Villa en un acto de presencia masiva que paraliza la República Mexicana, demostrando una fuerza colectiva que grita “Aquí estamos, y aquí está nuestra Madre”. Sin embargo, si analizamos la historia reciente, notamos que la devoción guadalupana no es estática, funciona como un barómetro de la ansiedad social, válvula de escape, refugio, bálsamo y motor de resiliencia.
La fe en la Morenita se dispara verticalmente cuando las instituciones humanas fallan, cuando la naturaleza castiga, cuando el caos se adueña y el Manto de la Virgen se vuelve el único refugio posible.
Como escribió Octavio Paz “El pueblo mexicano, después de dos siglos de experimentos y fracasos, no cree más que en la Virgen de Guadalupe y en la Lotería Nacional.
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