MOMENTO DE ACOTAR |
Francisco Cabral Bravo |
2025-09-29 /
16:24:12 |
La política de cuates y de cuotas |
Con solidaridad y respeto a Rocío Nahle García y Ricardo Ahued Bardahuil |
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Hoy me pregunto: ¿cómo se escribe en un mundo que se te quiebra? ¿De qué se escribe y, por ende, qué se deja de lado? Son inmensurables los casos, exorbitante la violencia. En México se exhibe la inagotable corrupción, los conflictos armados en todo el país. Un tiroteo escolar en Colorado y el asesinato de un referente del republicanismo. El bombardeo en Qatar, mientras el genocidio en Gaza deja miles de muertos y la guerra en Ucrania no cesa, el colapso del gobierno francés; las protestas en Nepal, el cambio climático, y la epidemia de depresión y suicidio. A pesar de que pueden parecer casos aislados, distantes tanto espacial como temáticamente entre sí, hay ejes rectores transversales que merecen reflexión.
En redes sociales se discute sobre los límites de la empatía. El ser humano no está fabricando para los niveles de estrés a los que estamos sometidos. El conocimiento de hechos atroces, que hace tiempo se reducía a los sucesos locales, devino global. En la era de la hiperconectividad aumenta el agotamiento moral. Nos encontramos constantemente vulnerables en tiempos de asfixia.
¿Es posible seguir siendo éticamente sensibles sin colapsar? Mi respuesta es sí, con altos costos, pero no puede ser de otra manera. La empatía y el disgusto no son bienes escasos. La violencia es tal que contamina incluso el falso dilema sobre qué dolores merece más o menos atención. La empatía tan simple y tan difícil podría seguir siendo nuestra luz mínima.
Otra clave de esta situación global es la imposición violenta de una nueva religión política: la hiperideologización. Frente a tanto dolor y a más preguntas que respuestas, no hay lugar para la duda, el matiz o el escepticismo. Cabe destacar que la ideología es importante, para Althusser, representa la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones de existencia. Preciso que aquí hablo de la ideología como totalización del sentido, como código moral cerrado.
Aquella que transforma la pertenencia en dogma y el disenso en traición. La que suplanta al poder como tema central de la política, disuelve la comunidad y rechaza la humanidad. Así, perdemos de vista que el poder opera mediante la interiorización, como autogobierno que impone con violencia simbólica un régimen moral contradictorio. La ideología tiene su función.
En una época que premia la visibilidad que convierte la exposición en medida de valor y el reconocimiento en objetivo último, hablar de “servicio” suena a veces como un eco lejano. Pero si afinamos el oído, ese eco resuena con fuerza serena, con una vigencia que desarma. Porque más allá de los discursos, los sistemas de incentivos y las estructuras jerárquicas, toda comunidad se sostiene de forma invisible pero radical, sobre los hombros de quienes sirven.
Y no se trata de una abstracción. El espíritu de servicio se encarna todos los días en acciones concretas, como en quién llega antes que todos para abrir una puerta, en quién limpia un espacio o quién responde con paciencia a la misma pregunta por décima vez. Estas tareas. Que rara vez aparecen en los informes anuales o en las redes institucionales, son las que permiten que lo demás funcione. Son el cimiento sobre el cual se construye todo lo visible.
La paradoja es evidente, pues quienes que las cosas sucedan suelen ser también quienes eligen no aparecer. Y esa decisión, muchas veces inconsciente, pero siempre generosa, revela una sabiduría de quién ha entendido que servir es un modo pleno que habilitar el mundo.
Servir no es sinónimo de subordinación ni de pasividad. Al contrario, implica una profunda libertad interior. Sólo quien sabe quién se puede volcar hacia otro sin perderse. Por eso el servicio auténtico se cultiva. Es fruto de una educación emocional, ética y existencial que ha enseñado a mirar al otro como un fin valioso en sí mismo.
En un mundo marcado por la ansiedad del protagonismo, por la urgencia de estar en escena, quién elige “hacer y desaparecer” practica una forma revolucionaria de esperanza. Porque desaparecer implica sostener, nos lleva a hablar un segundo plano con conciencia plena del impacto que ese lugar tiene.
Esta actitud transforma el trabajo. Deja de ser un conjunto de tareas para convertirse en una forma de construir sentido. No es la tarea la que ennoblece a la persona, si no la persona la que ennoblece la tarea.
Todas las organizaciones cuentan con personas que la sostienen sin hacer ruido. Suelen pasar desapercibidos, pero si faltara, todo se desmoronaría. Son Los que se levantan temprano, los que atienden con cortesía, los que cuidan los detalles, los que mantienen el clima humano.
Cuidar ese espíritu no es sólo una cuestión de gratitud, es, sobre todo, una apuesta por el tipo de humanidad que queremos cultivar. En una cultura saturada de individualismo, cultivar el servicio es sembrar comunidad. En un mundo marcado por la competitividad, elegir colaboración silenciosa es construir civilización.
Y en una época qué valora el éxito inmediato, apostar por el trabajo bien hecho, aunque no se vea, es un acto de fe en el largo plazo.
El servicio no es una virtud menor. Es el entramado invisible de la convivencia. No se puede enseñar del todo, porque se transmite sobre todo con el ejemplo. Y quienes lo ejercen día tras día, sin alarde, están haciendo más por la transformación del mundo que muchos discursos rimbombantes.
Quizás haya llegado el momento de cambiar la pregunta. En lugar de preguntarnos qué lugar ocupamos, podríamos preguntarnos qué vale la pena hacer, aunque no se vea. Porque al final, las instituciones que perduran son las que tienen cimientos de personas silenciosamente comprometidas.
Y si desaparecen del escenario, es sólo porque su servicio está tan bien hecho, que permite que todo lo demás aparezca.
En otro contexto se está arraigando una tendencia peligrosa en la vida política estadounidense, una que amenaza no sólo al periodismo y a la sátira política, sino también a las premisas fundamentales de una sociedad libre y abierta. Con una precisión perturbadora. Donald Trump está utilizando el concepto mismo de censura como arma para silenciar a sus críticos. Estamos presenciando cómo cobra forma un talante silencioso de intimidación, esgrimida de manera facciosa por el titular del Ejecutivo, alcahueteando las instituciones del Estado.
El episodio con Kimmel Tras una amenaza explícita de Brendan Carr Designado por Trump como cabeza de la Comisión Federal de Comunicaciones, en el sentido de revocar la licencia a ABC, ha volado la libertad de expresión en mil pedazos Colbert, junto con Jon Stewart y David Letterman, advirtieron que el país está deslizando hacia una autocracia.
La contradicción en el corazón de la narrativa de Trump dizque que a favor de la libertad de expresión es sorprendente y alarmante. A pocos días de asumir de nuevo el cargo, el presidente firmó una Orden Ejecutiva titulada “Restaurando la libertad de expresión y poniendo fin a la censura federal”, posicionándose como supuesto defensor de esos derechos consagrados en la Primera Enmienda constitucional.
Sin embargo, bajo esta retórica se esconde un patrón preocupante de acciones que silencian eficazmente voces disidentes y privan de financiación a instituciones culturales vitales que durante mucho tiempo han sido pilares de la vida intelectual y artística estadounidense. El presidente demandó al Wall Street Journal y luego al New York Times por criticar su gestión, y quiere usar la justicia como herramienta de venganza. Así se lo ha exigido explícita y públicamente a su Procuradora General.
Desde Aristófanes, pasando por Jonathan Swift, Honoré Daumier, George Orwell y Jorge Ibargüengoitia hasta Charlie Hebdo en E.E.UU, la sátira política ha existido en toda sociedad organizada y activa como una manera de interactuar con su sistema de gobierno.
Esta rica tradición de sátira política en el mundo anglosajón ha obligado desde hace muchas décadas, a los políticos estadounidenses a aprender a reírse unos de otros y de sí mismos a la vista de todos y de manera constante. Que saludable sería que otras naciones, incluyendo México, aprendiesen de esta práctica que desde protocoliza al poder público y lo obliga a confrontar, de manera regular, voluntaria y natural, la comedia y la sátira como una expresión democrática y un ejercicio de rendición de cuentas. En esta narrativa retórica hoy en E.E.UU, el escrutinio se ha convertido en coacción y la libertad de expresión en persecución.
Para finalizar esta columna el miedo a la libertad anida en los gobernantes despóticos porque todos han sido muy cobardes a lo largo de la historia. Los gobernantes valientes han sido los comprometidos con el respeto y la defensa sus constituciones.
Esto se les complica de origen. Existen tres libertades que no pueden ser reprimidas y, por lo tanto, que no necesitan ser reprimidas. La libertad de pensar, la libertad de querer y la libertad de ser.
Ningún tirano puede impedir que yo sea quien soy. Ningún dictador puede prohibir que yo quiera lo que quiero. Y ningún déspota puede obligar a que yo no piense lo que pienso.
Esas libertades los aterran porque a los fabricantes de ideas les tienen más miedo que a los fabricantes de drogas, que a los fabricantes de armas o que los autores de crímenes. |
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