Francisco Cabral Bravo
Con solidaridad y respeto a Rocío Nahle García y Ricardo Ahued Bardahuil
Séneca diría que en la política es muy fácil distinguir la brillantez de la estupidez. Sin embargo, han pasado 2000 años y aún parece difícil distinguir la línea divisoria entre una y otra, sobre todo cuando están contiguas o cuando son continuas.
Así, en ocasiones es difícil distinguir al gobernante brillante del gobernante estúpido. Más aún cuando, por esa contigüidad o por esa continuidad, la estupidez inocula a la brillantez, o la brillantez disimula a la estupidez.
Para el escéptico Séneca, no hay verdad ni mentira. Para el desconfiado Descartes, si las hay, pero no son confiables. Para el idealista Gibrán, ambas son lo mismo, pero disfrazadas. Para nosotros y aterrizando en México, el espejismo nos dice que Lázaro Cárdenas tuvo un mal sexenio, pero un buen día que lo elevó a la gloria, mientras que Gustavo Díaz Ordaz tuvo un buen sexenio, pero un mal día que lo sepultó en la historia.
Para evaluar a un gobernante, yo recurro a un método casero, que no considero original, pero que lo comparto con quienes les guste protegerse en el refugio de la objetividad y también con quienes prefieren esconderse en la guardia de la subjetividad.
Yo comienzo valorando un perfil de cinco elementos referidos a los problemas que el gobernante resolvió, tanto preexistentes como emergentes. lo mismo hago para los problemas que el gobernante no resolvió.
Allí van cuatro y el último, que es gravísimo, se refiere a los problemas que el propio gobernante generó por sí mismo.
Como diría el genial Cantinflas, es lo mismo, pero no es igual. La línea divisoria entre la sinceridad y el fraude para distinguir entre los charlots y los charlatanes. La línea divisoria entre la lealtad y la malandria, porque los que lamen patas también muerden manos. La línea divisoria entre la apariencia y la esencia, porque el hábito no hace al monje.
Allí está el detalle, remataría.
Otra línea divisoria nos distingue entre nuestro gobierno y nuestra sociedad.
Para terminar, menciono una línea divisoria en la que no atino a descifrar. La siempre complicada, misteriosa y arcana línea del tiempo. El tiempo nunca se va y siempre existirá, pero siempre cambia.
Y nunca será igual. Por eso, en verdad confieso que aún no sé si todavía es temprano o si ya es demasiado tarde.
Y continuando con el texto anterior en lo referente al alma fragmentada de nuestra cultura y que reconocerlo no significa negar las grietas o pretender que nunca existieron. Al contrario, reconocerlas puede consolidar nuestra extraordinaria cultura.
Esta fragmentación explica la polarización social, la dificultad para construir proyectos comunes y la desconfianza hacia todo lo que huele a poder. Llevar un fragmento de un alma quebrada es cargar con una verdad parcial, pero intensa. Es un recordatorio permanente de lo que fuimos y de lo que perdimos.
El fragmento es la pieza que se desprende. Es la parte de nosotros que se encapsula en el momento del dolor. Contiene, como una cápsula del tiempo atrapada en ámbar, todas las emociones de ese instante: el grito que no se emitió, las lágrimas que no se lloraron, la confusión, la rabia y la incredulidad.
Este fragmento no es sólo dolor, es también identidad. Define, para bien o para mal, una parte de quien hemos llegado a ser.
La gran paradoja del alma quebrada en que su fractura no es necesariamente el final. Es, aunque no lo parezca en el momento, un punto de reinicio. El famoso arte japonés del Kintsugi enseña a reparar la cerámica rota con laca de oro, haciendo hincapié en las grietas, en lugar de ocultarlas. La pieza no solo se repara, sino que se vuelve más fuerte y bella por haber estado rota.
De la misma manera, un fragmento de un alma quebrada puede ser la semilla de una reconstrucción consciente. El proceso no consiste en buscar la pieza perdida para encajarla de nuevo como si nada hubiera pasado, eso es imposible, sino en integrar la experiencia, el dolor y la lección que contiene en un nuevo “yo”, más complejo, resiliente y compasivo.
Un alma quebrada no está condenada: México, en su esencia más resiliente, practica un Kintsugi constante.
En esa reparación de nuestra alma fragmentada que puede consolidar nuestra extraordinaria cultura con una gran belleza. Ya la tenemos. Solo es cuestión de tomar conciencia y decidirnos a practicar nuestro Kintsugi nacional.
Ese oro que repara nuestras grietas es nuestra propia cultura.
Es el arte de Frida Kahlo, que transformó su dolor físico y emocional en obras maestras universales. Es la música, desde los sones que alaban la tierra hasta los corridos que narran la tragedia, dando voz y consuelo al sufrimiento. Es la gastronomía, un acto de resistencia y memoria que preserva sabores milenarios en cada tortilla, en cada mole, en cada salsa, cada platillo. Es el humor negro, un escudo intelectual para enfrentarlo absurdo de la tragedia.
Es la solidaridad comunitaria que emerge con fuerza devastadora ante cualquier desastre natural humano, cuando la gente se organiza porque confía más en su vecino que en su gobierno.
Recomponer el alma rota de México no significa negar las grietas o pretender que nunca existieron.
Significa honrar la herida, reconocer el trauma histórico y social, e integrarlo en una identidad que no oculte su dolor, sino que lo utilice como fuente de fuerza, empatía y creación. Necesitamos atrevernos a reconocer que existe la belleza de lo imperfecto. Un alma que ha sido quebrada y se ha reconstruido a sí misma ya no busca la perfección ilusoria. Sabe que la vida está hecha de claroscuros. sabe que la fortaleza no es la ausencia de debilidad, sino la valentía de avanzar a pesar de ella.
El fragmento de nuestra alma quebrada por doloroso que sea, se debe convertir en nuestra brújula más íntima. La tarea pendiente, la más grande, es colectiva: dejar de golpear las viejas fracturas y comenzar a soldarlas con el oro de la memoria, la justicia, la educación y la conciencia.
Solo entonces el alma de México, con todas sus cicatrices visibles, podrá brillar, no como un recordatorio de su quebranto, sino como un testimonio monumental de su capacidad infinita de renacer.
En otro orden de ideas una de las confusiones más sutiles y peligrosas de nuestra época es creer que todo lo que parece inteligente lo es. En pocos años la llamada inteligencia artificial ha pasado de ser una novedad de laboratorio a convertirse en herramienta cotidiana, presente en nuestras búsquedas, nuestras conversaciones, incluso en nuestras decisiones. Pero conviene hacer una pausa. Porque cuanto más nos deslumbra la eficiencia de estas tecnologías, más urgente se vuelve preguntarnos ¿Qué significa en realidad pensar?
Pensar no es repetir información, no es acumular datos ni responder con rapidez ni predecir resultados con base en patrones. Pensar es comprender. Es leer el sentido profundo de lo que nos rodea. Es interrogar la realidad, asumirla, confrontarla, transformarla. Pensar es un acto de libertad interior, de lucidez, de apertura. No se limita a ejecutar operaciones mentales, sino que implica mirar el mundo con hondura, con asombro y muchas veces con dolor.
La inteligencia humana está tejida de instituciones, de preguntas, de historia.
Tiene cuerpo, memoria, afectos. No es una función abstracta, sino una experiencia encarnada. La IA, por el contrario, carece de mundo interior. No se conmueve ni se compromete. No tiene conciencia ni responsabilidad. Puede ordenar frases con gramática perfecta, pero no entiende lo que significan.
Puede imitar emociones, pero no las vive. Su prodigiosa habilidad para generar texto no la convierte en sujeto pensante, la convierte en herramienta valiosa, pero limitada.
Olvidar esta distinción sería un error de consecuencias profundas. Porque si comenzamos a confundir el lenguaje bien formulado con el pensamiento profundo, podríamos llegar a evaluar a las personas por su capacidad de rendimiento, como si fueran máquinas. Y entonces, poco a poco perderíamos de vista el valor de la paciencia, del silencio, de la reflexión, la prisa se volvería norma y la pausa sospechosa.
Este riesgo no es menor en el ámbito educativo. La tentación de sustituir procesos formativos por soluciones automáticas está ahí latente. Algunos profesores comienzan a preguntarse, con cierto tono de resignación, si vale la pena seguir enseñando a redactar o analizar, cuando existe una aplicación que “lo hace mejor”. Otros, temen que el aula se convierta en un lugar irrelevante, superado por la inmediatez de las respuestas artificiales. Y algunos estudiantes, fascinados por la facilidad de acceso, se deslizan hacia una forma de aprendizaje sin esfuerzo, sin profundidad, sin contacto real con el conocimiento.
Pero esta no es una derrota inevitable. Es más bien una invitación a replantearnos lo esencial. A recordar que el sentido último de la educación no es llenar la cabeza de datos, sino despertar el alma al pensamiento. Que la universidad no existe para competir con los algoritmos, sino para formar personas. Personas capaces de preguntarse por la verdad, por el bien, por la belleza. Personas capaces de detenerse ante un texto, una idea o una vida, y preguntarse ¿Qué significa esto para mí? Solo una inteligencia verdaderamente humana, nutrida de experiencia es capaz de hacerlo. Porque solo el ser humano puede decidir qué vale la pena para conservar, transformar o abandonar. Solo nosotros podemos: llorar, ante una injusticia, reír ante un poema, cambiar de opinión por amor a la verdad.
El futuro de la humanidad no dependerá de cuán avanzadas sean nuestras máquinas, sino de cuán profundas sigan siendo nuestras preguntas. En un mundo inundado de respuestas instantáneas, pensar seguirá siendo un acto de valentía.
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