Por Héctor Raúl Rodríguez
Max Weber, el padre de la sociología política contemporánea, afirmaba que un político debe tener tres cualidades: pasión, para defender sus convicciones; una ética de la responsabilidad, para hacerse responsable de lo que dice y de lo que hace, y sentido de las proporciones, para dimensionar adecuadamente las cosas.
Si se toman estas premisas como punto de partida para analizar lo ocurrido en el país con el partido gobernante desde diciembre de 2018, puede decirse que Morena ha privilegiado, al menos en la narrativa que ha construido hacia afuera, a base de propaganda política, la defensa de sus convicciones (“90 por ciento lealtad, 10 por ciento de capacidad”), pero le ha quedado a deber a los mexicanos, y con creces, en lo que se refiere a una ética de la responsabilidad y al sentido de las proporciones.
Veamos.
Morena llegó al poder por la vía democrática, no por generación espontánea ni producto de una ruptura institucional y menos por un movimiento violento. Lo hizo gracias al proceso de democratización del país impulsado por la sociedad civil y los partidos de oposición, de izquierda y de derecha, y que se concretó con las reformas electorales de los años 90, cuando el priista Ernesto Zedillo era presidente de la República. Esas reformas permitieron la ciudadanización del Instituto Federal Electoral, IFE, y que el gobierno sacara las manos de las elecciones para dar mayor equidad y piso parejo a la competencia electoral.
El nuevo andamiaje jurídico-electoral permitió que, en las elecciones intermedias de 1997, la izquierda ganara con Cuauhtémoc Cárdenas la primera elección para la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México, que nueve años antes había sido el epicentro político del Frente Democrático Nacional en las elecciones presidenciales de 1988.
Esta corriente política fue el antecedente del Partido de la Revolución Democrática, PRD, de Morena y de Andrés Manuel López Obrador.
En los comicios de 1997 la oposición también ganó por primera vez en la historia posrevolucionaria la mayoría de la Cámara de Diputados. Tres años después, el triunfo de Vicente Fox, con el Partido Acción Nacional, PAN, en las elecciones presidenciales del año 2000, abrió la puerta a la alternancia en la Presidencia de la República, lo que puso fin a la era del partido hegemónico o partido único que gobernó el país durante 11 sexenios ininterrumpidos.
Solo para dimensionar lo ocurrido políticamente en México en ese momento, a nivel internacional hubo analistas y observadores que compararon la alternancia en la Presidencia de México con la caída del Muro de Berlín, registrada el 9 de noviembre de 1989, la cual puso fin a la Guerra Fría que dividía el mundo en dos bloques y que abrió las puertas de la democracia a los países de Europa del Este.
Desde mi perspectiva, el paso de un sistema de partido único a un sistema de partidos plural, con órganos electorales autónomos, competencia electoral real y alternancia en el poder, es lo que debe considerarse como un punto de inflexión en la transformación democrática de México; sin embargo, se trata de un proceso que ninguna fuerza política en particular puede adjudicarse ni reclamar para sí, pues fue construido a lo largo de las varias décadas en la segunda mitad del siglo XX, con la participación de la sociedad civil, los partidos de oposición y el consenso en los noventas del propio gobierno y del entonces partido en el poder, PRI.
El triunfo del PAN en dos elecciones presidenciales consecutivas, y del PRI en 2012, normalizó el proceso de alternancia política, el cual se refrendó en 2018, con la victoria de Andrés Manuel López Obrador y Morena.
No obstante, desde hace siete años y a golpe de propaganda, Morena ha asumido erróneamente que su arribo al poder significó, por sí solo, un cambio de régimen al que ha denominado la Cuarta Transformación, poniéndola al nivel de los tres grandes movimientos históricos del país: la Independencia, la Reforma y la Revolución. Lo anterior representa una desproporción histórica descomunal y confirma la ausencia de la tercera cualidad política planteada por Weber relativa a que un político debe tener sentido de las proporciones.
Lo es todavía más porque, habiendo llegado al poder de manera legítima, por la vía democrática, el gobierno de Morena no ha logrado a lo largo de siete años, legitimarse en el ejercicio del poder, a la luz de los pobres resultados y del hartazgo ciudadano que se ha extendido por todo el país, como lo demostró la marcha convocada por la generación Z y realizada en más de 50 ciudades, el pasado 15 de Noviembre.
Los malos gobiernos de Morena se ven reflejados en los pobres resultados obtenidos, porque han querido gobernar a México partiendo de premisas falsas, maquilladas con propaganda, como la idea de que defender a los ciudadanos de los grupos delictivos es volver a la guerra de Felipe Calderón cuando garantizar la seguridad de los ciudadanos es uno de los presupuestos fundamentales del estado moderno, desde su fundación, hace más de 400 años.
Morena no ha dado resultados ni en seguridad, ni en economía – en siete años el país ha crecido menos del 1 por ciento anual en promedio, lo que significa menos de la mitad de lo que creció en los gobiernos que suele llamar “neoliberales” -, ni en combate a la corrupción. Tampoco ha ampliado los derechos y libertades democráticas de los mexicanos. Por el contrario, ha buscado concentrar el poder, controlando al Legislativo, colonizando al Judicial, desapareciendo a los órganos autónomos y cooptando a las instituciones electorales, lo que representa un retroceso político de más de 30 años, sin duda para mantenerse indefinidamente en el poder, como en los tiempos del partido hegemónico.
Lo que sí ha hecho es tratar de construir una narrativa con propaganda, no con resultados de gobierno; y no gobierna porque no sabe cómo hacerlo. Lo que ha hecho es administrar la pobreza con fines de clientelismo electoral.
Eso nos lleva a la ausencia de la segunda cualidad que, desde la óptica de Weber debe tener un político: la falta de una ética de la responsabilidad.
Solo hay que recordar que en su último informe de gobierno López Obrador nos restregó a todos que dejaba un sistema de salud mejor que el de Dinamarca, dicho con el cinismo de quien cree que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad.
Siendo objetivos, hay razones de sobra para que los mexicanos se encuentren indignados. |
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