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XALAPA.- A lo largo de varios años, el término “huachicol” ha pasado de englobar desde el robo rústico de gasolina (“ordeña”) hasta sofisticadas cadenas de contrabando y fraude fiscal que involucran actores locales, empresas y, en muchos casos, redes del crimen organizado. En este contexto, las detenciones de cargos militares o navales implicados —investigadas y difundidas en 2024–2025— muestran que la lucha dejó de ser solo contra “huachicoleros” rurales y entró a ámbitos institucionales y empresariales. Antes de que el término se asociara masivamente con el robo de hidrocarburos, huachicol y huachicolero se usaban en México para nombrar bebidas adulteradas o a quien las elaboraba y vendía. Los primeros episodios de robo de combustible en México no nacieron de la noche a la mañana. Durante décadas hubo incidencias aisladas: ordeñas de camiones cisterna, desvíos locales y venta de combustible robado en tienditas y gasolineras informales. En muchos casos se trataba de economías locales precarias que encontraron en la comercialización de combustibles una fuente rápida de ingresos. Con el paso del tiempo, esa práctica se profesionalizó y tecnificó. A partir de los años 2000 y con el crecimiento de la infraestructura de Pemex, grupos criminales aprendieron a “ordeñar” el sistema de transporte de hidrocarburos: perforar ductos con equipos especializados, instalar válvulas improvisadas y crear puntos de acopio clandestinos (tinas, tinacos, pipas). La mayor disponibilidad de ductos y la vulnerabilidad de tramos sin vigilancia facilitó la práctica. Investigaciones periodísticas y académicas muestran que el esquema evolucionó de pequeños robos locales a redes que cobraban por “renta” del punto de extracción, transferencia por pipas y venta a intermediarios. Con el tiempo, el lucrativo negocio atrajo a organizaciones criminales. Carteles y facciones vieron en el robo y en el tráfico de combustible una fuente de ingreso menos riesgosa —en apariencia— que la narcoexportación. Al mismo tiempo, la estrecha relación entre operadores, empresarios locales y, ocasionalmente, autoridades municipales o estatales, permitió que muchas operaciones prosperaran. La respuesta del Estado ha ido desde operativos puntuales hasta políticas de corte militar: el cierre temporal de ductos, el despliegue de fuerzas armadas para proteger infraestructura y el uso de medidas tecnológicas para rastrear los flujos de combustible. Los resultados han sido mixtos: caídas visibles del robo en ciertos momentos y zonas, pero también desplazamientos y nuevas modalidades delictivas, como el contrabando y el fraude fiscal relacionados con combustibles. Uno de los episodios que evidenció la dimensión humanitaria y el riesgo público del problema ocurrió en enero de 2019 en Tlahuelilpan, Hidalgo, cuando una toma clandestina explotó mientras decenas de personas extraían combustible, provocando decenas de muertos y heridos. La tragedia colocó en el centro del debate la peligrosidad de las tomas, el riesgo de comercialización masiva y la necesidad de una política pública integral. Los balances oficiales y periodísticos sobre el número exacto de víctimas variaron en la fase inicial del desastre, pero el suceso dejó claro que lo que podía parecer un problema “económico” tenía ramificaciones de seguridad y salud pública. En los últimos años emergió otra cara del fenómeno: el llamado huachicol fiscal. Ya no se trata solo de perforar un ducto y vender combustible en el mercado negro, sino de usar mecanismos administrativos y comerciales —importaciones ilegales, facturas apócrifas, triangulación de embarques— para introducir combustibles al país sin pagar impuestos o para lavar recursos derivados del robo. Investigaciones recientes han documentado cómo cargamentos llegados desde el exterior, empresas fachada y actores en puertos y aduanas integran una cadena que no siempre es visible en la “ordeña” clásica, pero que tiene impactos económicos enormes para la hacienda pública y Pemex. Operativos de 2024–2025 han descubierto millones de litros almacenados en terminales privadas o en buques, lo que pone el foco en la dimensión transnacional del problema. Las estimaciones sobre pérdidas por robo y fraude varían según la metodología, pero coinciden en que las magnitudes son elevadas —miles de millones de pesos o varios miles de millones de dólares en plazos de pocos años—. Pemex y analistas independientes han reportado caídas y repuntes en distintos periodos; lo cierto es que el problema erosiona ingresos fiscales, daña infraestructura y obliga a un despliegue de recursos públicos para proteger instalaciones y recuperar ventas que deberían ser legítimas. Las estrategias oficiales han incluido desde el cierre temporal de ductos (lo que duplicó costos logísticos y promovió el traslado por carretera) hasta la creación de sistemas de “trazabilidad” para las importaciones y mayor control en puertos. En 2019, el gobierno federal lanzó acciones intensas para reducir las “ordeñas”; más recientemente, los operativos se han dirigido también contra cadenas de almacenamiento y actores en puertos, con detenciones de funcionarios y empresarios vinculados a grandes decomisos. Sin embargo, la complejidad del fenómeno —que mezcla crimen, fraude fiscal y complicidad— exige medidas coordinadas entre autoridades fiscales, aduaneras, de seguridad y del propio sector energético. La política de 2019 redujo algunos tipos de ordeña directa y puso en el radar público la vulnerabilidad de la red. Sin embargo, en los años siguientes, y con la dinámica de precios internacionales, contrabando y redes fiscales emergentes, las autoridades han descubierto acopios en puertos y flotillas de almacenamiento que alimentan la hipótesis de un segundo frente: combustibles que entran por vías aparentemente legales, pero que no pagan impuestos o que son parte de esquemas de lavado.
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