De Veracruz al mundo
Olga Costa, el ángel blanco de la pintura mexicana, vuelve a Leipzig.
Viernes 03 de Marzo de 2023
Por: La Jornada
Foto: La Jornada
Ciudad de México.- Alemania dedica la primera muestra europea a Olga Costa en su ciudad natal, Leipzig, en curso hasta el 26 de marzo, con el título Olga Costa: Diálogos con el modernismo mexicano, alojada en el Museum der bildenden Künste (MdbK). Se trata de una exploración por la distintiva vena naturalista de su obra, que pone en relación con su tiempo. Los 80 cuadros en exhibición provienen en su mayoría de colecciones públicas y privadas de México; la mitad son de la artista.


Una de las partes más interesantes de la exposición es el acervo de estampas del Taller de Gráfica Popular (TGP), que atestiguan los vínculos culturales que se fincaron entre Alemania del Este y México durante la guerra fría. Destaca la colección que el MdbK adquirió en 1983 del alemán Georg Stibi, quien dirigió el TGP (1943-1946) en un momento álgido de su historia.

Es significativo que se dedique una muestra internacional a Olga Costa (1913-1993), cuando en México aún no es suficientemente reconocida, empezando por la raquítica bibliografía académica que existe, compuesta, principalmente, por textos de algunos catálogos. Destaca la aún insuperable monografía del escritor Sergio Pitol (1983) y un breve libro de Lorena Zamora Betancourt de 1996.

El vínculo de Olga con Leipzig es formal, pues su familia era de judíos originarios de Odesa, entonces Rusia, hoy Ucrania, y se encontraba casi de paso. Aquí vivió sólo su primer año; luego, se trasladaron a Berlín, donde dijo haber sido infeliz. La familia emigró a México en 1925, en condición de apátridas, escapando de las penurias económicas.

Amor verde
Olga fue autodidacta y, si bien su tránsito por la Escuela Nacional de Artes Plásticas en 1933 fue más que efímero, le permitió entrar en contacto con el mundo de la creación. Entre los alumnos de esa institución estaba el artista José Chávez Morado, su futuro esposo. Carlos Mérida, su profesor, la describió como el “ángel blanco de la pintura mexicana”.

Según Anna Hamling (Olga Costa and Her Art: An Introduction, 2011), su catálogo está conformado por casi 250 obras. Su pintura, caracterizada por su finura cromática, a veces sensual y exuberante, se compone de retrato, bodegón y paisaje. La muestra abraza sus cuatro decenios de actividad desde los años 40.

La cualidad vegetal es un elemento característico de su obra, ya sea como accesorio, como pieza estética (ver las enigmáticas Calabazas de 1960) o como paisaje. Este aspecto botánico fue explorado en la muestra dedicada al centenario de su natalicio en Bellas Artes, en 2013.

El paisaje dominó su obra desde 1966, cuando se instaló con su esposo en una antigua noria en las afueras de Guanajuato. En 1993, meses antes de morir, donaron su casa-estudio al pueblo de México, y lo llamaron Museo Olga Costa-José Chávez Morado. Conserva un acervo de la obra de ambos y su colección de arte. Algunos de los trabajos más originales presentes en la muestra provienen de ahí.

Dos ejemplos son Roca con liquen (1975), dibujos en tinta monocromos trabajados con un detalle de miniaturista; por su delicadeza se asemejan a estampas japonesas. Olga parece compartir con el arte oriental la elegancia y el amor por la naturaleza, lo cual es claro también en dos óleos extraordinarios presentes, provenientes de colecciones privadas: Flores secas y Nísperos y hojas, ambos de 1962. En el primero, el marrón de las plantas, el mantel cándido y el fondo azul, lo hace una de las obras más sutiles que se exponen en el Mdbk.

El jardín de su casa, que amó, y donde las cenizas de ambos reposan, así como el paisaje circundante, fueron los motivos principales de su pintura desde que la pareja se mudó.

Las obras mostradas son vistas desde lo alto, realizadas con una síntesis casi abstracta, donde el papel del color y los detalles, como los surcos de los sembradíos y los mechones de las plantas, parecen bordar la tierra con el trabajo humano. Un ejemplo es la acuarela de 1973 de la colección de la Galería de Arte Mexicano, que reprodujo en serigrafía. Ello, según Stefan Weppelmann, director del MdbK, en su ensayo del catálogo, le permitió entrar en las colecciones de varios museos, lo que contribuyó a su fama.

Son obras que nos conducen a mirar cuán heterogénea es la obra de Olga Costa, caracterizada por su realismo sutil y simbólico, que navega entre el nacionalismo tardío, el surrealismo, la metafísica y la abstracción.

De esa vena folclórica resalta su obra más conocida, La vendedora de frutas (1951), único encargo oficial, de Fernando Gamboa, incluida en una importante muestra mexicana parisina de 1952, en la cual captura medio centenar de frutas; es uno de los íconos del Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México.

El cuadro debía contribuir a promover la imagen de un México portentoso y boyante. Se percibe en esta obra una probable influencia de La vendedora de frutas (ca. 1580-90), del pintor renacentista Vincenzo Campi, de la Pinacoteca di Brera en Milán.

Coloquio liviano
Olga Costa pertenece a una generación sándwich entre el primer nacionalismo y la generación de la Ruptura. Los trabajos en exhibición se proponen como un coloquio estético, pero no efectivo, entre los artistas, la mayoría mujeres. Los une sólo el tema naturalista, percibiéndose una yuxtaposición meramente formal y por lo superficial. No se explica qué tenga en común con Olga un popurrí de artistas tan disímiles como Luis Martínez Valencia, Carlos Mérida, Alice Rahon, Dr. Atl, María Izquierdo, Celia Calderón o Elizabeth Catlett, etcétera, más allá de lo verde.

El aspecto más interesante de esa conversación parece sortearlo Olga Costa con los artistas de su generación, desde el mismo Chávez Morado, Juan Soriano y el colectivo de artistas comunistas del TGP, al que perteneció su esposo. Preciado, por ejemplo, el contacto documentado en el catálogo entre Olga y Fanny Rabel (1922-2008), artista polaca también migrante, cuya litografía aquí presente es del acervo del museo.

Su arte difícilmente podría ser considerado vanguardista, como sugiere algún autor en el catálogo. Costa no parece divorciarse de la herencia revolucionaria de sus antepasados, al contrario, la renueva. Este papel de cambio lo jugó la generación de la Ruptura, cuyo empuje liberador hervía en los años de su actividad.

Parece que las exquisiteces de Olga Costa distan asimismo del claro propósito político de sus colegas del TGP, cercanos al realismo socialista. Sólo una honda investigación científica permitirá comprender su lugar en el arte de México. Por ahora nos limitamos a contemplarla con deleite.

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